En el momento de escribir esta Sonata para violín y piano, Schubert se había hecho un lugar en el mundo musical vienés como compositor sinfónico y de lieder. A pesar de todo, la música de cámara siempre formó parte de la práctica musical cotidiana, en familia y entre amigos. Esta sonata es muy personal, ya lejos de la influencia de su admirado Mozart, y tiene un grado de dificultad técnica superior a las sonatas anteriores para violín. De forma similar, la última Sonata para violín de Johannes Brahms, en cuatro movimientos y dedicada a Hans von Bülow, es extremadamente concisa y dramática, en contraste con las anteriores y en consonancia con otras obras de la misma época. Escrita casi un siglo antes, la sonata de Beethoven dedicada a Rodolphe Kreutzer —que nunca tocó— ha inspirado novelas, cuadros y sinfonías. Una obra inusual tanto por la exigencia técnica de la parte de violín como por la diversidad de afectos y emociones que recorre, entre la furia, la contemplación y la alegría final.